Lo originario del lazo social ocurre en la infancia; lo común existe solo si se puede ceder lo propio en función de los otros, como condición de la experiencia infantil. Ella está en peligro, se extingue cada vez que se nombra a un niño como perteneciente a la comunidad de los denominados espectros autistas.
Cuando mediante diversos catálogos diagnósticos se escamotea violentamente la vida relacional no hay comunidad y, sin ella, el amor no decanta en historicidad; por el contrario, se aísla en la inmovilidad de la experiencia que se calca a sí misma.
Este libro propone jugar la propia plasticidad, mantener viva la experiencia infantil para donársela a un niño que nos demanda el deseo de estar y desear con él. Dejémonos inventar por cada niño y adolescente que sufre el destino prefijado y catalogado de espectro autista.
El autor abre las puertas. Nos invita a relacionarnos con Ezequiel, Alan, Alejandra y Patricia, entre otros niños, que han sido considerados espectros autistas. La inquieta tensión corporal, el inaudito dolor encarnado en sus rostros nos conmueven y despiertan nuestro deseo por relacionarnos con ellos. ¿Podremos captar la potencia sensible de un niño sufriente?